aría
Fernanda nació el día en que cierto poeta escribió que hay golpes en la vida,
tan fuertes… No supe entonces que ella había llegado con todas sus
historias desordenadas y abstractas para ayudarme a entender que a la felicidad
solo se le puede encontrar en el mar, y que los versos aquellos, los del poeta,
podían hacernos sonreír a pesar de lo tristes que son.
Yo me sentaba en la arena a verla corretear entre las
gaviotas. Me quitaba los zapatos y los calcetines, y me acomodaba en algún
lugar a mirarla gritar y reír. Me preguntaba cómo alguien podía ser tan feliz
con tan poco: agua de mar, brisa, piedras. Venía hacia mí corriendo con el
vestido floreado y los cabellos sueltos. Se sentaba, tiraba las piedras que
llevaba entre las manos y, luego de examinarlas, las colocaba con sumo cuidado una sobre otra haciendo
que encajaran, como si de piezas de rompecabezas se trataran.
—Cinco, tu número favorito —me
decía sonriendo.
—¿Y cómo sabes que mi número favorito es el cinco? —la cuestionaba
entrecerrando los ojos (cosa que a ella le gustaba sobremanera).
—Porque también es mi número favorito
—¿Y por qué es tu número favorito?
—No lo sé, me cae bien— respondía con
naturalidad y desinterés. — ¿Te
gusta? Es para ti.
—¿Qué es?
—Un castillo.
—¿Un castillo?
Sí, te quedó lindo. Pero con arena podría salir mejor.
—Pero la marea
lo desharía muy pronto.
Se alejaba y yo me quedaba mirando el
“castillo” que había construido para mí. Buscaba las altas ventanas, los
pórticos frondosos, las doncellas caminando gráciles entre los pasillos
adornados con flores de todo tipo, los caballeros con el porte distinguido, los
establos y su olor a heno… María Fernanda a lo lejos se mojaba los pies: el
mundo de una niña de seis años está tan lleno de castillos de piedra al que el
agua logra solamente bañar después de mucho tiempo. El mundo de un hombre como
yo está tan lleno de castillos de arena que el agua diluye y hace nada en cuestión de segundos. Eso era
capaz de enseñarme María Fernanda con su media docena de años.
Me levantaba y corría adonde ella estaba, y
la abrazaba con todas mis fuerzas y corríamos más y más— gaviotas que pisan la
arena en pleno vuelo—, y nos dejábamos caer y rodar entre besos y bruma marina.
Entonces, nos salíamos de cuadro y se podía ver un castillo sobre la arena,
mientras se escuchaban nuestras risas alejándose y el rumor de las olas que nos
decía que la vida tiene golpes fuertes, sí, pero también tiene pequeños trozos
de felicidad con forma de piedritas esparcidos en la playa.
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Twitter: @RicardoLozanoF
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